jueves, 2 de agosto de 2012

GANADOR DEL PREMIO SAHUAYO DE LITERATURA 2012 - CATEGORÍA POESÍA


Estas aves de agosto


I
Tu nombre almacenaba en los amates la húmeda tristura del verano,
sus blancos recorridos por el temblor nublado de este pueblo
que amaneció cenizas de su sombra,
enturbiada la palabra que le dio su palpitar de calles,
de recóndito sueño para el barro
de sus atardeceres días.

Como la humilde piedra depositada al margen del arroyo,
tu corazón, abuela, se daba así
al verde agrisado de las hojas que ayer treparon por el sauce,
al fruto que en su pulpa te manchaba los ojos y el silencio.

Nadie como tú, sibila de este brazo de tierra describiéndose, 
para intuir la lluvia en los morillos
que sostenían el cielo de las tejas;
tan noche este breñal con nubes en agosto,
donde decías, pendiente tu verdad del tropo de las horas:
ésta es el agua que todo lo renueva.”
Los ojos te brillaban como pequeñas alas,
mientras afuera el grito de una urraca
asentaba finísimas sus plumas
en el alambre aquel que separaba el Nombre de tu nombre.

Nos sorprendía tu fuerza,
filosa como el miedo de las largas sequías:

eras un árbol grande sembrado por un rayo
en la aurora rosada cuyos dedos te amaron.


II
Me dicen que tu nombre se pronuncia jilguero,
memoria de ventanas con la luz de unos labios
en barrotes que cantan madrugadas temblosas de domingo.

Tu nombre es un cenzontle, me aseguran,
bajo la fría lápida
de un llanto apresurado de magnolias.

Que los tordos declaren
el ahuecado gesto que te dio de beber
la nota de una bella, agrisada paloma
o el albor pudoroso de las tórtolas.

Que las milpas te busquen con el alba
en el oscuro vuelo del zanate,
en el verde alborozo
de los loros que cruzan este cielo tan tuyo
y repiten tu nombre y lo desbastan.

Suena tu luz adentro de la aquietada boca
como alas agitándose
en el aire combado de los días lluviosos.

Escucha: tienes todas las aves de esta tarde.

III
Te sembramos aquí, bajo el cielo de agosto,
entre almendros y lluvia,
en un hoyo pequeño donde cabía tu cuerpo
pero no tus palabras ni el tremor de tus pasos.

IV
Eras todas las aves de mi infancia,
abuela que en tus ojos retuviste las huellas de un tiempo de cenizas.
Entre los carrizales, elegantes hermanos de las cercas,
y el sopor de los mangos que techaban la casa,
ibas detrás del polvo acumulado
sobre el doliente tiempo de los muebles;
perseguías los bichos, remendabas
las ropas que curaban nuestro frío.

Te veíamos hacer,
en el silencio,
las labores domésticas.
Cada cosa en su sitio,
liberada del peso de la mugre.

Con el atardecer aparecías
detrás de la ventana
que apuntaba hacia el sur:
ésta es el agua que todo lo renueva.”
En tus ojos el brillo de la muerte
maduraba los trapos
de una fe confundida entre dos mundos,
mientras arriba el cielo de las tejas
detenía la lluvia, su tenso bostezar
y su apurada calma.


V
Viene tu nombre a veces, alhucema en la crines de un caballo:

Del agua que en la grieta conoció las edades de la hierba.
De la madera gris agitándose pozo en el balde del día.
De estos juncos que laten, filamentos del aire, en un río de bruma.
De los gatos que acechan el truncado reposo del canario.
De la lluvia morosa detenida en la espalda de este jueves.
De los frutos que llegan a destiempo
por los rotos caminos del verano.


VI
Te he buscado en las noches de mi insomnio,
te he llamado, así, de esta manera,
pero tú no has venido.



VII     
Leo tu nombre en la raíz del árbol,
palpo tu nombre en su corteza,
oigo tu nombre entre sus ramas,
me acerco y lo sacudo hasta cansarlo
para saber qué pasos,
qué huellas te recorren,
en qué campo florecen tus esquelas,
cuántas son las palabras
que pesan
y levantan
el lejano rumor de las parvadas.

VIII
Estabas desde siempre
en el patio que hablaba con las puertas,
en las tablas del sueño que llegaba puntual por las paredes,
en la mesa del diario, en las comidas —tus sazones antiguos
poblaban una historia de animales de caza—,
en el río corriente donde el agua nos dio
las primeras lecciones de una muerte sin frío,
en el habla de un dios que habitaba el altar de tu recámara,
en los perros ladrantes de una noche de rifles y difuntos,
en la fruta que a veces nos quitaba la lluvia,
en los juegos las rondas de las ociosas tardes,
en el agua del pozo de los niños ahogados,
en el limo, en la piedra, en los peldaños,
en los trastos, las ropas, las ventanas
desde siempre ya estabas
y nunca te marchaste.

GANADOR DEL PREMIO SAHUAYO DE LITERATURA 2012 - CATEGORÍA CUENTO


LA HUERTA DE LOS GUAYABOS
Manuel González López
A don Venancio el boticario, bien lo conocí. Hombre  blanco, narizón, patilludo y de ojos berrendos saltones. Decía que era de raza española y cantaba como si lo estuvieran capando. Fui su trabajador de confianza durante mucho tiempo, al grado que me dio permiso de vivir en su  casa de la huerta de los guayabos, luego de que me casé. Era buena gente con mi esposa y conmigo.
Mi trabajo consistía en beneficiar y cosechar la plantación.  Además, me tocaba castrar unas colmenas y batallar buscando  enjambres perdidos entre los árboles, golpeando un guango mocho, para que volvieran las abejas a los cajones.
Eso de la desperdigada de enjambres, ocurría debido a que algunas veces,  morían las abejas reinas a causa que  el patrón me ordenaba recoger la jalea real. Según él  la ocupaba para preparar  medicamentos vitaminados. Pero cierta vez que lo descubrí probándola, perversamente confesó que acostumbraba la jalea real en ayunas  para aumentarse la potencia sexual. Pero, me recomendó que no intentara experimentar eso, porque la jalea era venenosa y sólo él sabía prepararla.
La esposa de don Venancio, una guapa mujer más joven que él, vivía entregada a las tareas religiosas y a cultivar flores y plantas. Por eso, de vez en cuando, yo le servía como jardinero, podando y regando la ringlera de  macetas sentadas al filo de los cuatro portales que vigilaban eternamente el patio.
El boticario, como todos le llamaban, pasaba  la mayor parte del tiempo  en su botica del portal atendiendo la clientela y preparando jarabes medicinales. En ocasiones, también le ayudaba a eso.
Cuando le llevaban a un niño enfermo de chorro, recetaba un frasco como de a litro, con jarabe colorado a razón de una cucharada al día. Acostumbraba esta manera de recetar para cobrar en base a la cantidad de medicamento. Hubo quien se presentó antes de una semana,  explicando con dolor el fallecimiento del paciente; intentando así, devolver tanto medicamento sobrante, para recuperar parte de lo gastado. “Que lo tome toda la familia, es tónico muy medicinal, no se aceptan devoluciones”.  “Si provecho no le hace, daño tampoco”. “Ese que llevan a enterrar, yo lo curé: murió sano”.  Entre otras frases, gastaba sus palabras y estiraba la mano para cobrar.
A pesar de que él seguía consumiendo la jalea real, nunca tuvo hijos con la esposa. Le gustaban las mujeres tiernitas. Cuando cerraba la botica, mientras su mujer iba a rezar el rosario de las ánimas, él se apoltronaba en un equipal bajo el portal  a chulear cuanta hembra pasaba por allí. Una tarde  llegó a la botica la muchacha a quien  apodaban la cuadrilona. Fue a pedir  unas cucharadas  para los torzones. Don  Venancio con el pretexto de sobarle el vientre con una pomada especial para curar el empacho,  convenció a la mujer  para que entrara atrás de la botica donde preparaba los brebajes. Pensó que estaba sólo, pero esa tarde la señora me había encargado regar las plantas y claramente me di cuenta que las intenciones del patrón eran muy diferentes.  Comenzó a manosear a la muchacha que al principio intentaba sacarse, pero luego como que fue aflojando. Tanto así que entre el forcejeo lujurioso,  tumbaron unas botellas llenas de jarabes espesos y de inmediato comenzó la pestilencia a medicina por toda la casa. Yo no sé qué tantas cosas harían, ni quise averiguar, nomás medio distinguí que los dos estaban encuerados rodando en un petate. Preferí salir a comprar unos churros que me supieron a medicina y al perfume de la cuadrilona.
Pero esas calenturas del patrón eran nada, comparado  con lo que presencié la otra vez allá en la huerta cuando  llegó con su amigo  el Señor Cura y comenzaron a tomar pulque. Se empinaron dos balsas y ni por broma me invitaron. De calmante comieron tacos de camarón. Cuando se acabó el pulque, le siguieron con ponche de granada arreglado con nuez y durazno picados. Para  esa hora, la cara del patrón parecía jitomate maduro del llano y sus ojos dos brasas vivas. Al Cura no se le notaba por moreno. Solamente de vez en cuando lo incomodaban unos ataques de hipo que para calmarlos, agachaba la cabeza y se empinaba al revés el jarro de ponche. Sacudía en lo alto las manos, anticipando desgarradores estornudos cargados de pedacitos de nuez y durazno.
Ellos seguían hundidos en el mar de la plática. Más tarde, el Cura me apartó y me  amenazó que si platicaba lo escuchado, me podría excomulgar por chismoso. Estuve  intranquilo dos tres días y sentí la necesidad de confesarme a la siguiente semana. Me impusieron una penitencia de cinco rosarios y cinco pesos de limosna.
Respecto a los rosarios creo que cumplí, participando de lejecitos en las letanías dormilonas rezadas por las adoradoras de la vela perpetua. Sobre el asunto de la limosna, le pedí al Cristo Patrono una rebajita y nomás di un peso. Así salí del compromiso y algo me tranquilicé, pues no le quise confesar al Cura que aquella tarde se había orinado en la piedra de filtrar agua para beber.

Yo no maté al boticario. Él sólo se murió bien muerto.
En aquella vez cuando estuvieron tomando en la huerta de los guayabos, hubo un momento en que don Venancio  le comentó al Cura que en una pieza de su casa, había escuchado ruidos extraños y según él, pensaba que podría ser alguna alma en pena cuidando dinero que enterraban los cristeros cuando robaban a los caciques del pueblo. El Cura nomás oía, bebía y a veces estornudaba.
Comencé a hilvanar esperanzas sopesando  una olla de monedas de oro, igual a otras historias parecidas de gentes que se habían enriquecido así. Busqué la tarde apropiada y le inventé a mi mujer que el patrón me había encomendado la tarea de llevar unas medicinas por los pueblos del bajo y que volvería hasta el siguiente día. Lo creyó porque otras veces el patrón me daba esos encargos.  Esperé la noche para entrar a la casa de la botica por una puerta que le sabía un truco para correr el cerrojo. Serían  como  las doce porque la planta de luz a esa hora dejaba de trabajar.
Era tiempo de  pitayas y huamúchiles. Una noche fresca. La plaza y calles perdidas en la oscuridad. No había luna. Ya estaba adentro de la casa y llevaba un guango bien afilado. Decidido me acerqué al cuarto misterioso con tal de averiguar si oía algo. Y sí oí. Al fondo alcancé a distinguir el susurro de una voz ronca: “es cuestión de que no tengas miedo y todo será tuyo, nada más pídemelo”.
Estaba asustado, pero no era momento de rajarme, así que de golpe entré y lo que miré me engarrotó. Una íngrima vela relumbró dos cuerpos encuerados: mi patrón arrejuntado a una mujer. Pero no era la cuadrilona… ¡Era mi vieja!
Al parejo, los dos distinguieron mi presencia y mi vieja así pelada corrió a la calle. Don Venancio quiso arrancar también pero bruscamente se atrancó. La boca se le torció para la oreja y comenzó a temblar como si tuviera alferecía. Sus  ojos boludos deschavetados destellaban terror vivo. Parecía que me quería decir algo, pero se fue engarruñando como por un fuerte cólico. Se derrumbó tirante, dio unos respingos y se apaciguó. Lo rodé como a un tronco y no me hizo caso. Quedó tirado con la vista torcida. Tanteo que se espantó imaginando que yo era la muerte viva. Digo, por el guango que llevaba en lo alto. Ya no le dije nada y me salí.    
Unos comentaron que se había envenenado con sus medicinas. Dizque de la boca torcida le brotó un espumarajo amarillento. Más bien, pudo ser con la jalea real que él mismo decía que era peligrosa. Pero eso yo nada más lo pensé.
Después de esas cosas tan tristes, ahora yo atiendo la botica y  parece que le he atinado a la ancheta, porque siguen viniendo a comprar medicinas. También a veces viene la cuadrilona a que le sobe el vientre y le de unas embijadas con bálsamo tranquilo.
Yo no quería saber nada de la botica pero la viuda me insistió que le ayudara y como de repente se sintió tan sola la pobre, después me convenció para que me quedara a dormir con ella. La verdad, tenía desconfianza de echarme ese compromiso. Me daba miedo de poner mi mano donde se la puso el muerto, pero ella me ha ayudado a mitigar el reconcomio. Ahora la gente me llama don Carlos el boticario.
Por eso cuando es tiempo de pitayas y huamúchiles me llega el recuerdo triste de mi vieja que encuerada, aquella lóbrega noche pegó carrera con rumbo desconocido. Al menos la cuadrilona  y la viuda,  poco a poco  me van quitando esa preocupación.